domingo, 21 de noviembre de 2010

Con un piolet de honor

Cádiz a 22 de noviembre de 2010

Por si de ilustración pudiera servir a quien tenga a bien leerla, me permito hoy narrar como está en mis recuerdos, y me deja mi saber, la historia sin desenlace de un galeón a la deriva en el que las circunstancias dieron una singular anécdota.

Sobre un barco envuelto en ruidos marinos, rotos los mástiles y rasgadas las velas, una tripulación abatida por el germen de la traición acudió sobrepuesta al camarote del capitán. Sonaron francos golpes sobre la puerta que llenaron un silencio salino donde trapos arrugados acumulaban alma humana, tiempo y soledad. -¡Mi capitán, abra, es la tripulación!- Todos dentro. – Señor, estamos a la deriva. ¿Qué vamos a hacer?-. El capitán, con su puño y antebrazo, ordenó el caos apartando los objetos del cristal que cubría la carta de navegación y se giró para ver por el ojo de buey. Orientó las miradas hacia una mancha negra y minúscula que se podía distinguir en el mapa, en medio del mar, mientras la tripulación atendía. – ¿Veis este punto negro de aquí?- Una pausa precedió su explicación. – ¡Si eso que veis ahí!, es una isla: estamos salvados; pero si lo que veis no es más que el resultado del proceso digestivo natural de una “Drosophila Melanogaster”…-

Contada la anécdota, digna sea de interpretación, continúo.

Con el arma de la palabra, mal o bien, el hombre está sin amigos, sin amigos de amigos, sin amigos de amigos de amigos, sin quererlos. Está solo, con un piolet de honor en el mar de la palabra. Y rico es el que sabe que su herencia es el amor y el honor de su padre y no quiere más pues todo le sobra y éste es su poder. Y entrega su vida al placer del honor al gentil e inescrutable placer del honor y de la bondad. Y no vive ni reina porque ha sido hurtada su alma en el mar de la traición.

Aquel que ha cometido el delito contra su alma no siente respeto, no conoce su significado y esa es su rotunda pobreza a la que no puede saciar. Desea romper y corromper un sistema al que no comprende y al que siente responsable de su mal. Pero éste está en sí mismo y solo Dios le puede liberar. Su pobreza es su tumba y vemos pasar ante nuestros ojos a un cadáver caminante preso de su condición. No es imitar su conducta camino de salvación, apelo en esta hora al honor; a Dios.

Un saludo, J. M. Mora

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