Cádiz a 19 de enero de 2011
""En el año 1940, el Almanaque que publicó el diario “Las Provincias” de Valencia incluyó un artículo de Vicente Cardona dedicado al Picadero de Paterna. Los datos aportados por Cardona son escalofriantes y se definen por sí solos:
“El sol caliginoso de julio despertaba con su fuego el sentimiento ruin de la horda, dueña absoluta de la situación.
La chusma ya coleaba con furia al brillar el primer chispazo.
Habían sabido rodearse sus dirigentes de las más exquisitas comodidades y preparado el terreno para dilatar lo más posible una vida llena de holganza, diversiones y libertinaje. Y se mostraban dispuestos a no dejar escurrir fácilmente de sus manos un porvenir inmediato que se les presentaba –aparentemente— con tan halagüeños auspicios.
Y por ello llegó el crimen…
A los días preñados de impaciencias y temores sacrilegios e incendios, registros e insultos y amenazas, sucedieron otros con hechos consumados y sus comentarios y el asalto al Cuartel de Ingenieros, con el alevoso asesinato de tres oficiales, no sin antes haber desarrollado sus organizaciones –el sargento Fabra a la cabeza— un melodrama cuyo contenido nadie creyó como verídico.
Con los primeros días de agosto comenzaron a verse en las carreteras que conducen a Paterna los primeros cadáveres de hombres patriotas, víctimas de su españolismo, su religión y su honradez.
Los comentarios a los primeros crímenes –sorpresa y miradas de duda— llevaban en sí todo un proceso de piedad y terror.
Primero, siete. Al día siguiente, doce. Más tarde, quince, y veinte y treinta. Y así sucesivamente y progresivamente.
Hasta que la sorpresa se convirtió en costumbre y la duda en temor, y el crímen se adaptó a métodos más “legales”.
Con grandes camiones eran llevadas decenas y decenas de personas que eran lanzadas rudamente al suelo y cazadas a tiros por los sicarios rojos junto a las Galerías de Tiro y al “Terrer”.
Allí se ejercitaban en el tiro al blanco los profesionales del crimen –poseedores de un filón inagotable de salvajismo y embrutecimiento— en medio de escandalosas carcajadas.
Cuando esto no ofrecía las debidas garantías de seguridad, por tratarse de campos abiertos de donde intentaban escapar los presos, se pensó en el Picadero, local cerrado por tapias, que permitían además presenciar tan execrable espectáculo a los que, con sus conversaciones, excitaban –aún más— a cometer toda clase de atropellos, desórdenes y violencias.
La marcha de las operaciones militares en los frentes de batalla encontraban fiel reflejo en el movimiento y la agitación que se observaba en el Picadero, Galerías y “Terrer”.
El número de crímenes guardaba proporción con las derrotas de los rojos. Y éstos, ante su magnitud, actuaban más intensamente para calmar su desesperación.
La angustia española aumentaba diariamente con las noticias que de Paterna llegaban con rapidez a todos los hogares españoles considerados con cierto marchamo anti anarcomarxistas.
Fue entonces cuando puede aquilatarse en toda su extensión el sentimiento que animaba en cada uno de aquellos que formaban la horda, aquella ola de gentes que se movían a impulsos de afanes inconfesables y que gritaban hasta enronquecer formando en derredor de los ejecutores un ambiente que no permitía el paso de un solo átomo de humanitarismo o de justicia. De aquella justicia de que tanto alardearon y que estuvo carente de interpretación durante treinta y tres meses en la zona geográficamente roja.
Porque el Picadero, situado en la parte derecha de la carretera de Valencia a Paterna, en una pequeña hondonada, era dominado desde los alrededores del Cuartel, con el que sólo le separaban escasos metros de distancia.
Desde allí, en los días en que se anunciaba de antemano la hora de llegada de algunos camiones con “fascistas para despachar”, presenciaban numerosos salvajes –mujeres inclusive—el espectáculo que ofrecían cien personas indefensas, demacradas por los sufrimientos, comidas por el hambre y la miseria y lanzadas al cuadrilátero para entretener y alimentar con sus convulsiones y muecas de dolor; con sus gritos desesperados de inocentes martirizados, los deseos de una muchedumbre sin alma, enajenada por una borrachera de sangre caliente, y que se entusiasmaba hasta lo indecible e insultaba groseramente a las víctimas, recibiendo con jolgorio los gritos que el dolor arrancaba a tantos desgraciados que rodaban por el suelo bañados en sangre, retorciéndose en las últimas convulsiones de la más amarga de las agonías.
Cuando esta chusma pudo comprobar, por cotidiana experiencia, que en ocasiones se retrasaba la llegada de la trágica carga, optó por asistir a la hora exacta anunciada por los que de ellos estaban sabedores… Pero con la comida o la cena envuelta, con el fin de no abandonar el sitio cogido para volver a casa y comer.
Ocasiones hubo en que aquello ofrecía el más completo aspecto de un campamento de excursionistas en alegre francachela, esperando la llegada de la mejor diversión del programa.
¡Saludos altisonantes! ¡Gritos escandalosos reclamando brevedad en la espera! ¡Conversaciones del pésimo gusto! ¡Exclamaciones e imprecaciones de deseos insatisfechos! ¡Blasfemias con frecuencia bochornosa!
Y era lo más corriente oír frases como: “¿Hace rato que habéis venido? Pues aún conseguisteis buen sitio. Nosotros esperamos más de dos horas que traigan a “esos”, pero no estamos dispuestos a abandonar este puesto. Aunque tardaran dos días. ¿No os parece?”. “¡Primera fila! Desde aquí no perdemos detalle”. “Oye: ¿viste ayer aquel que estuvo a punto de saltar? Creía el muy c… que estamos tontos. Menos mal que el de la capucha tiene buena puntería”. “Pues como tarde mucho, me voy, según he oído decir, hoy no traen más que cincuenta, y para esto…” “Sí, eso dicen, pero hay guardias civiles y dos o tres comandantes”.
La barahúnda era apasionante. La espera se les hacía larga…
Y de pronto, un murmullo de satisfacción brotaba de la gentuza. Se percibía cercano el motor de varios coches.
--Ya están ahí.
Y con gran alborozo se acomodaban lo mejor posible para ver como nadie. La satisfacción saltaba de sus rostros. Ni al despedazamiento de cristianos por las fieras en el circo romano podía esto compararse.
Se acercaba el camión –o los camiones—hasta la puerta del Picadero, de modo que, al saltar los sentenciados, cayeran en tierra que había de recoger su último aliento.
En el fondo del recinto se colocaban los ejecutores, cubiertos con capuchas para no ser reconocidos. Sostenían en sus manos sendos fusiles ametralladores y esperaban atentos el momento de actuar, acompañados numerosas veces de otros, que, sin capucha, disparaban de cuando en cuando por sport.
Los que iban a morir, entraban lentamente, retrocediendo, debatiéndose en la impotencia; con deseos de expansión, de vida, negándose a morir de tal forma; condensando sus energías; poniendo en tensión sus facultades para intentar un último esfuerzo en evitación de tan monstruosos sufrimientos.
Algunos, débiles en extremo, extenuados totalmente por un trato salvaje y brutal, superior a su naturaleza, apenas tenían fuerzas para oponerse. Sus ojos, reflejando el paroxismo de la tortura, se salían de sus órbitas.
Entre gritos e insolencias asistían las víctimas al desfile trágico de su última hora y lanzaban un postrer adiós vibrante, velado por la inenarrable emoción de un epílogo sangriento que era el comienzo y la garantía –siempre—de un definitivo despertar nacional tras el letargo vergonzoso de un largo período agónico.
Y una ráfaga de tiros acababa de tejer el drama diario de centenares de hogares.
Drama para los que daban sus vidas en holocausto de una Causa Santa.
Comedia para aquellos que con refinada crueldad, despedían con vituperios y risotadas a los mártires, que, ya muertos, eran registrados y desvalijados.
Es conocido el caso de un anillo que, al no poder sacarlo del dedo de un cadáver, le fue cortado aquel por los cuervos que merodeaban –autorizados—para medrar en el crimen.
Era el premio a sus servicios.
De agosto del 36 hasta principios de 1937, fueron meses de muerte los que transcurrieron.
De calor y frío.
Calor de excitación, de sangre derramada.
Frío en las almas.
Noches de silencio de muerte.
De silencio rasgado –costumbre tenebrosa—por el trágico tableteo de las ametralladoras.
Momentos de recogimiento. De temor. De oración.
De compasión y admiración hacia aquellos cuyos gritos de héroes --¡CAÍDOS POR DIOS Y POR ESPAÑA!—hendían los aires y llegaban a todos los lugares de la nación, que se sacudía gloriosamente la pesada carga amontonada durante largos años por sus detractores.
Hería luego los oídos el gruñido de los camiones siniestros con su santa carga en dirección al cementerio. Iban a veces por el campamento y otras atravesando el pueblo.
Su sola visión anudaba las gargantas, que estallaban al fin en apagados sollozos entremezclados con oraciones.
Pero el espectáculo no terminaba con la muerte de los inocentes.
Continuaba sobre los camiones, donde varias mujeres y algún hombre bailaban sobre los cadáveres, de manos heridas. Formaban un montón de terribles dolores y los momentos que aún podían vivir, sólo significaban para ellos una interminable tortura.
Y culminada –inigualable sacrilegio de concepción sin par—en la fosa misma, adonde echaban a aquellos entre el escarnio y la mofa, cubriéndolos luego con cal.
Así día tras día…
Noche tras noche…
En las ejecuciones, quien mostraba cierta ligera disparidad, no por los asesinatos, sino por la burla, se introducía en zona de inminente peligro.
Un destacado izquierdista local, con ocasión de hallarse presente en el Picadero, una tarde de “actividad” junto a un grupo que exageradamente se reía y burlaba de un anciano que, ya herido, caía bruscamente cuantas veces intentaba levantarse, dijo en términos cordiales:
--Eso que hacéis no está bien. Se trata de un viejecillo con canas…
No le dejaron terminar. Fue amenazado con correr la misma suerte y únicamente a su sello de mandada adhesión al “Gobierno leal” debió su salvación.
Hasta tal punto agradaba el macabro espectáculo, que dada día era más crecido el número de personas –léase bestias peligrosas—que asistían a él.
Continúa en el siguiente post.
Un saludo, J. M. Mora