martes, 30 de julio de 2019

Platón y Feijoo contra la Democracia

          «Yo opino, al igual que todos los demás helenos, que los atenienses son sabios... Cuando nos reunimos en asamblea, si la ciudad necesita realizar una construcción, llamamos a los arquitectos... si de construcciones navales se trata, llamamos a los armadores... pero si hay que deliberar sobre la administración de la ciudad, se escucha por igual el consejo de todo aquél que toma la palabra... y nadie le reprocha que se ponga a dar consejos sin haber tenido maestro». Platón, Protágoras, 319 b-d.

«Aquella mal entendida máxima, de que Dios se explica en la voz del pueblo, autorizó la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una Potestad Tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Este es un error, de donde nacen infinitos: porque asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo. Esta consideración me mueve a combatir el primero este error, haciéndome la cuenta de que venzo muchos enemigos en uno solo, o a lo menos de que será más fácil expugnar los demás errores, quitándoles primero el patrocinio, que les da la voz común en la estimación de los hombres menos cautos.

»1. Aestimes judicia, non numeres, decía Séneca {(a) Epist. 39}. El valor de las opiniones se ha de computar por el peso, no por el número de las almas. Los ignorantes, por ser muchos, no dejan de ser ignorantes. ¿Qué acierto, pues, se puede esperar de sus resoluciones? Antes es de creer que la multitud añadirá estorbos a la verdad, creciendo los sufragios al error. Si fue superstición extravagante de los Molosos, pueblo antiguo de Epiro, construir el tronco de una encina por órgano de Apolo, no lo sería menos conceder esta prerrogativa a toda la selva Dodonéa. Y si de una piedra, sin que el artífice la pula, no puede resultar la imagen de Minerva, la misma imposibilidad quedará en pie, aunque se junten todos los peñascos de la montaña. Siempre alcanzará más un discreto solo, que una gran turba de necios; como verá mejor al Sol una Águila sola, que un ejército de Lechuzas.

»Preguntado alguna vez el Papa Juan XXIII qué cosa era la que distaba más de la verdad, respondió que el dictamen del vulgo. Tan persuadido estaba a lo mismo el severísimo Foción, que orando una vez en Atenas, como viese que todo el pueblo de común consentimiento levantaba la voz en su aplauso, preguntó a los amigos que tenía cerca de sí que en qué había errado, pareciéndole que en la ceguera del pueblo no cabía aplaudir sino los desaciertos. No apruebo sentencias tan rigurosas, ni puedo considerar al pueblo como antípoda preciso del hemisferio de la verdad. Algunas veces acierta; pero es por ajena luz o por casualidad. También tenía lugar la comparación porque jamás resplandece con luz propia: Non consilium in vulgo, non ratio non discrimen, non diligentia, decía Tulio. No hay dentro de este vasto cuerpo luz nativa con que pueda discernir lo verdadero de lo falso. Toda ha de ser prestada y aun esa se queda en la superficie, porque su opacidad hace impenetrable a los rayos el fondo.

»[…]Yo estoy tan lejos de pensar que el mayor número deba captar el ascenso, que antes pienso se debe tomar el rumbo contrario, porque la naturaleza de las cosas lleva que en el mundo ocupe mucho mayor país el error que la verdad. El vulgo de los hombres, como la ínfima y más humilde porción del orbe racional, se parece al elemento de la tierra, en cuyos senos se produce poco oro, pero muchísimo hierro.

»[…] Estando una vez Foción reprendiendo con alguna aspereza al pueblo de Atenas, su enemigo Demóstenes le dijo: "Mira que te matará el pueblo si empieza a enloquecer'. "Y a ti te matará —respondió Foción— si empieza a tener juicio'. Sentencia con que declaró su mente, de que nunca hace el pueblo concepto sano en la calificación de sujetos. El hado infeliz del mismo Foción comprobó en parte su sentir, pues vino a morir por el furioso pueblo de Atenas, como delincuente contra la Patria, siendo el hombre mejor que en aquel tiempo tenía Grecia.

»[…] Para desconfiar del todo de la voz popular no hay sino hacer reflexión sobre los extravagantísimos errores que en materia de religión, policía y costumbres se vieron y se ven autorizados con el común consentimiento de varios pueblos. Cicerón decía que no hay disparate alguno tan absurdo que no le haya afirmado algún filósofo: Nihil tam absurdum dici potest, quod non dicatur ab aliquo philosophorum. Con más razón diré yo que no hay desatino alguno tan mostruoso que no esté patrocinado del consentimiento uniforme de algún pueblo.

»Cuanto la luz de la razón natural representa abominable, ya en esta, ya en aquella región, pasó y aún pasa por lícito. La mentira, el perjurio, el adulterio, el homicidio, el robo; en fin, todos los vicios lograron o logran la general aprobación de algunas naciones. Entre los antiguos germanos el robo hacía al usurpador legítimo dueño de lo que hurtaba. Los hérulos, pueblo antiguo poco distante del mar Báltico, aunque su situación no se sabe a punto fijo, mataban todos los enfermos y viejos; ni permitían a las mujeres sobrevivir a sus maridos. Más bárbaros aún los caspianos, pueblos de la Scitia, encarcelaban y hacían morir de hambre a sus propios padres cuando llegaban a edad avanzada. ¿Qué deformidades no ejecutarían unos pueblos de Etiopía, que, según Eliano, tenían por rey a un perro, siendo este bruto, con sus gestos y movimientos, regla de todas sus acciones? Fuera de la Etiopía señala Plinio los toembaros, que obedecían al mismo dueño.

»Ni está mejorado en estos tiempos el corazón del mundo. Son muchas las regiones donde se alimentan de carne humana y andan a caza de hombres como de fieras. En el palacio del rey de Macoco, dueño de una grande porción de la África, junto a Congo, se matan diariamente, a lo que afirma Tomás Cornelio, doscientos hombres, entre delincuentes y esclavos de tributo, para plato del rey y de sus domésticos, que son muchísimos. Los yagos, pueblos del reino de Ansico, en la misma África, no sólo se alimentan de los prisioneros que hacen en la guerra, mas también de los que entre ellos mueren naturalmente; de modo que en aquella nación los muertos no tienen otro sepulcro que el estómago de los vivos. Todo el mundo sabe que en muchas partes del Oriente hay la bárbara costumbre de quemarse vivas las mujeres cuando mueren los maridos; y aunque esto no es absoluta necesidad, rarísima o ninguna deja de ejecutarlo, porque queda después infame, despreciada y aborrecida de todos. Entre los cafres, todos los parientes del que muere tiene la obligación de cortarse el dedo pequeño de la mano izquierda, y echarlo en el sepulcro del difunto.

»[…] En la embajada que hizo a la China el difunto zar de Moscovia, habiendo encontrado los de la comitiva en el camino a un sacerdote idólatra orando, le preguntaron a quién adoraba, a lo que él respondió en tono muy magistral: "Yo adoro a un dios al cual el Dios que vosotros adoráis arrojó del Cielo; pero pasado algún tiempo, mi dios ha de precipitar del Cielo al vuestro y entonces se verán grandes mudanzas en los hijos de los hombres…". Alguna noticia deben tener en aquella región de la caída de Lucifer; pero buen redentor esperan si aguardan a que vuelva al Cielo esa deidad suya.  Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, Voz del pueblo, Teatro crítico universal, I.

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